jueves, 18 de junio de 2009

Queridos amigos: dicen que no hay dos sin tres, y era cierto. Tan cierto como que se cierra un ciclo. Al menos, eso es lo que he sentido al publicar este tercer libro. Algo contradictorio, sabiendo que me cuesta vivir sin escribir.

En estos relatos agrupados bajo el título de "Los labios del mar" no nos encontramos vidas tan planas y lineales, tan sencillas y predecibles, como las que se enmarcan en un lugar, encuentran un trabajo, y conocen su primer amor, con el que siguen, inseparables, hasta sus últimos días. Aquí no hallaremos un personaje que pueda decir:
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"Nunca he salido fuera. Nací en esta estación, y en ella he permanecido todos los años de mi vida. Si al otro lado de la sala de espera hay una carretera que lleva a un pueblo, o las casas y las calles están aquí mismo es algo que ignoro. Tampoco sé por qué mi madre se bajó precisamente en ésta y no en otra. Por qué estuvo un tiempo a mi lado, en este banco. Ni por qué un día tuvo que cruzar las vías para coger un tren que pasaba en dirección contraria. Supongo que también yo me tendré que ir de este andén de la misma e inexplicable manera. Aquí todo es así de inexplicable. Todo se reduce a un ir y venir de trenes. Yo sólo los veo pasar, y a algunos (muy pocos) detenerse para luego seguir"

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La existencia de estos seres es más bien lo contrario. Quizá nunca lo digan a los cuatro vientos, porque la oscuridad de cada uno sólo se refleja en la pared de un vaso al anochecer; o se pierde en anónimas servilletas de papel, hechas bolitas al pie de mostradores. Pero, en ocasiones, basta escuchar por los patios de luces a la hora de la cena, en los descansos de un simple batir de tortillas, para que accedamos a singulares episodios: son los trenes que se ven pasar desde las estaciones. Encuentros y desencuentros que tejen un tapiz transversal hecho con latidos de diferentes corazones.